sábado, 23 de agosto de 2008

El Texto tradicional del Nuevo Testamento (2): Dos ramas principales de examen; colección de evidencia; uso de la evidencia


Ofrecemos en las páginas que siguen una primicia en castellano, la traducción de la obra de John Burgon El Texto Tradicional del Nuevo Testamento. Ante la imposibilidad de publicar el texto en formato de libro impreso, queremos ofrecer entre tanto algunos de sus capítulos. Es una obra clásica de crítica textual en defensa del Texto Receptus del Nuevo Testamento, por uno de los eruditos más importantes, contemporáneo de Wescott y Hort.

Dos ramas principales de examen; colección de evidencia; uso de la evidencia


El objetivo de la crítica textual, cuando se aplica a las Escrituras del Nuevo Testamento, es determinar lo que los Apóstoles y Evangelistas de Cristo realmente escribieron -las precisas palabras que emplearon, y su verdadero orden-. Es, por lo tanto, uno de los más importantes temas que se pueden se propuestos para su examen; y, a menos que se haga con impericia, mostrará que no carece de auténtico interés. Más aún, es claramente preeminente, en orden al pensamiento sintético, sobre toda otra rama de la ciencia sagrada, en la medida en que reposa sobre el gran pilar de las sagradas Escrituras.
Actualmente la crítica textual se ocupa principalmente de dos ramas distintas de investigación: (1) Su primer objetivo es reunir, investigar y ordenar la evidencia provista por los manuscritos, las versiones y los Padres. Y esta es una tarea poco gloriosa, ya que demanda un trabajo prodigioso, una exactitud estricta, una atención incansable, que nunca puede realizarse con éxito sin una muy sólida erudición. (2) Su segundo objetivo es extraer inferencias críticas; en otras palabras, descubrir la verdad del texto -las genuinas palabras del santo Escrito. Y esta es su función más alta, que requiere el ejercicio de capacidades aún mayores. No se puede alcanzar el éxito en ello sin un conocimiento amplio y exacto, libre de parcialidad y prejuicios. Sobre todo, se debe tener un entendimiento claro y juicioso. Una perfecta facultad lógica siempre debe estar activa, o el resultado puede estar constituido solamente por equivocaciones, que fácilmente pueden probar ser calamitosas.
Mi próximo paso es explicar lo que se ha hecho hasta ahora en cada uno de esos departamentos, y mostrar los resultados. En la primer rama de la materia mencionada, recientemente se ha hecho muy poco; pero este poco ha sido hecho muy bien. Mayores resultados se han incorporado en los últimos treinta años: una gran cantidad de evidencia adicional ha sido descubierta, pero solamente una pequeña porción se ha acabado de examinar y cotejar. En la última rama, se han intentado muchas cosas, pero el resultado evidencia estar lleno de frustración para aquellos que esperaban mucho de él. Los críticos de este siglo se han apresurado demasiado. Se han precipitado a hacer conclusiones, confiando en la evidencia que tenían en sus manos, olvidando que solamente pueden ser científicamente sanas las conclusiones que se extraen de todos los materiales existentes. La decisión debería haber sido precedida por una investigación más amplia. Permítaseme explicar y establecer lo que he estado diciendo.

Providencial multiplicación de copias, ordinarios y leccionarios –de las versiones– de las citas patrísticas
Era ciertamente de esperarse que el Autor del Evangelio Eterno -esa obra maestra de la sabiduría Divina, ese milagro de sobrehumana destreza- se mostraría extremadamente cuidadoso en la protección y preservación de su propia y principalísima obra. Cada descubrimiento nuevo de la belleza y preciosidad del Depósito en su estructura esencial ciertamente sólo sirve para consolidar la convicción de que necesariamente una maravillosa provisión debió hacerse en el eterno consejo de Dios para la efectiva conservación del Texto inspirado.
Sin embargo, no es excesivo afirmar que nada que la destreza inventiva del hombre ha diseñado se aproxima siquiera a la auténtica verdad del asunto. Echemos una mirada sencilla pero general de lo que se ha encontrado mediante la investigación, de lo que sostengo que ha sido el método Divino en relación a las Escrituras del Nuevo Testamento.
I Por la misma necesidad del caso, copias de los Evangelios y Epístolas del original griego se multiplicaron extraordinariamente a través de las edades y en cada parte de la Iglesia Cristiana. El resultado ha sido que, aunque los más antiguos perecieron, permanecen hasta hoy un número prodigioso de aquellas transcripciones; algunas muy antiguas. Examinándolas cuidadosamente, descubrimos que necesariamente han sido (a) producidas en diferentes países, (b) realizadas a intervalos a lo largo de mil años, (c) copiadas de originales que ya no existen. Y se ha acumulado tal cuerpo de evidencia sobre cuál es el auténtico texto de la Escritura, como no hay sobre ningún otro escrito en el mundo.1 Actualmente se conoce la existencia de más de dos mil copias manuscritas (1888).2
Debe añadirse que la práctica de leer la Escritura en voz alta delante de la congregación -una práctica que se observa desde la era apostólica- ha aumentado la seguridad del Depósito, porque: (1) ha conducido a la multiplicación, por mandato, de libros conteniendo los leccionarios de la Iglesia; y (2) por ello ha asegurado un testigo viviente para las mismas palabras del Espíritu, en todas las Iglesias de la cristiandad. El oído, una vez completamente familiarizado con las palabras de la Escritura, se resiente a la más leve desviación del modelo establecido. Así que rotundamente queda fuera de discusión que se tolerasen cambios importantes.
II Luego, como el Evangelio se extendió de país en país, llegó a ser traducido a las diversas lenguas del mundo antiguo. Porque, aunque el griego era ampliamente entendido, debido al comercio y al predominio intelectual Griego y a las conquistas de Alejandro que hicieron que fuese hablado casi en todo el Imperio Romano, se necesitaron versiones siríacas y latinas para la lectura ordinaria, probablemente aún en la misma época de los Apóstoles. Y esas tres lenguas en que se escribió “el título de su causa” sobre la cruz -sin insistir sobre la absoluta identidad entre el siríaco de la época con el “hebreo” de Jerusalén de entonces-, llegaron a ser desde tiempos muy antiguos los depositarios del Evangelio del Redentor del mundo. El siríaco estaba estrechamente relacionado con el arameo vernáculo de Palestina y se hablaba en la región adyacente; mientras que el latín era el idioma familiar de todas las Iglesias occidentales.
Así, desde el principio, en las asambleas públicas, tanto orientales como occidentales, leían habitualmente en voz alta los escritos de los Evangelistas y Apóstoles. Antes de lo siglos IV y V el Evangelio también se había traducido a los idiomas particulares del Bajo y el Alto Egipto, en las que ahora llamamos versiones Bohaírica y Sahídica, y en los idiomas de Etiopía, de Armenia, y de los godos. El texto quedó claramente como embalsamado en tantos nuevos lenguajes, protegido en gran medida contra el riesgo de posteriores cambios; y esas varias traducciones han permanecido hasta hoy como testigos de lo que se encontraba en las copias del Nuevo Testamento que hace tiempo han perecido.
III Pero la más singular provisión para preservar la memoria de lo que fue antiguamente leído como Escritura inspirada, todavía no lo hemos descrito. La ciencia sagrada se jacta de tener una literatura sin paralelo en ningún otro apartado del conocimiento humano. Los Padres de la Iglesia, los obispos y doctores del cristianismo primitivo, fueron en algunos casos escritores muy prolíficos, llegando muchas de sus obras hasta nuestros días. Esos hombres comentan frecuentemente, citan libremente, y se refieren habitualmente, a las Palabras inspiradas, produciendo así una hueste de insospechados testigos de la verdad de la Escritura. Los pasajes citados por los Padres son pruebas de las lecturas que encontraron en las copias que usaban. Así ellos testifican en citas ordinarias, aunque sea de segunda mano, y a veces su testimonio tiene un valor inusual cuando argumentan o comentan el pasaje en cuestión. Ciertamente, con mucha frecuencia los manuscritos que tenían en sus manos, que hasta hoy perviven en sus citas, son más antiguos -quizás siglos más antiguos- que cualquiera de las copias que han sobrevivido. Así, vemos que una triple seguridad se ha provisto para la integridad del Depósito: en las copias, las versiones y los textos de Padres. Sobre la relación de cada uno con los otros, a continuación diremos algo en particular.

Semejanza entre los unciales y los cursivos tardíos; sobrestimación de los unciales más antiguos; las copias, la clase de evidencia más importante; pero virtualmente no tan antiguas como las más antiguas versiones y Padres
Las copias de los manuscritos comúnmente se dividen en unciales, es decir, las que están escritas en letras mayúsculas, y cursivos o “minúsculos”, es decir, los que están escritos en letra “corrida” o letra pequeña. Esta división, aunque conveniente, es engañosa. Los más antiguos “cursivos” son más antiguos que los últimos “unciales” por cien años.1 El último grupo de unciales pertenece virtualmente, como se probará, al grupo de los de cursivos. Un manuscrito no tiene ningún mérito, por así decirlo, por ser escrito en caracteres unciales. El número de los unciales es muy inferior al de los cursivos, aunque usualmente presumen de mayor antigüedad. Se mostrará en un capítulo posterior, a la vista de los recientes descubrimientos de manuscritos en papiros de Egipto, hay muchas razones para inferir que los manuscritos cursivos derivaron en su mayor parte de los manuscritos en papiro, igual que lo fueron los mismos unciales, y que la prevalencia de los unciales por algunos siglos se debió a la biblioteca local de Cesarea. Para un completo informe sobre los diversos códices, y para otras muchas peculiaridades de la crítica textual sagrada, remitimos al lector a la Introduction de Scrivener, de 1894.
Ahora, no es tanto una exageración si no una evaluación totalmente errónea la importancia atribuidas a los decretos Textuales de las cinco copias unciales más antiguas, que descansan en la raíz de la mayor parte de la crítica de los últimos cincuenta años. En consecuencia, somos constreñidos a conceder una atención al parecer desproporcionada de algunos a esos cinco códices: el códice Vaticano, el B, y el códice Sinaítico, el Alef, ambos supuestamente del siglo IV; el códice Alejandrino, el Alef, y el fragmentario códice de París, el C, que son asignados al siglo V; y finalmente el códice Bezae de Cambridge, el D, supuestamente escrito en el siglo VI. A estos ahora se les puede añadir, en lo que concierne a Mateo y Marcos, el códice Beratino, el F, y el códice Rossano, el S, ambos de la primera parte del siglo VI o de finales del V. Pero esos dos generalmente testifican contra los dos más antiguos, y todavía no han recibido tanta atención como merecen. Finalmente se verá que no se nos puede acusar de ninguna exageración al describir desde el principio a B, Alef y D como tres de las copias más corruptas existentes. Nadie crea que la edad de esos cinco manuscritos los coloca sobre un pedestal por encima de todos los demás. Se puede comprobar que son erróneos vez tras vez por la evidencia de un período más antiguo del que pueden presumir.
Ninguna persona competente negará que, ciertamente, estas copias de la Escritura, como grupo, son los más importantes instrumentos de la crítica textual. Las principales razones de esto son su texto continuo, su diseñada corporización de la Palabra escrita, su número y su variedad. Pero nosotros tenemos tan en cuenta los manuscritos, porque: (1) proveen de una evidencia ininterrumpida para el texto de la Escritura desde una fecha antigua a través de la historia hasta la invención de la imprenta; (2) se observa que han marcado una línea continua a través del tiempo de la Iglesia a partir de los tres primeros siglos; (3) son el producto unido de todos los patriarcados en la cristiandad. No puede haber habido, por lo tanto, una confabulación en la preparación de esta clase de autoridades. El riesgo de transcripción errónea ha sido reducido al mínimo posible. El predominio del fraude de una manera universal es sencillamente algo imposible. Las correcciones conjeturales del texto son bastante seguras, con el paso del tiempo, para ser efectivamente excluidas. Al contrario, el testimonio de los Padres es fragmentario, sin diseño, aunque frecuentemente se lo considera el más valioso. Y ciertamente, como se ha dicho, normalmente no se encuentran; sin embargo en ocasiones es muy valioso, ya sea por su eminente antigüedad o por la claridad de su veredicto; mientras que las versiones, aunque en detalles más amplios ofrecen una evidencia concurrente sumamente valiosa, todavía, por su naturaleza, son incapaces ayudarnos en muchos aspectos concretos importantes. Ciertamente, por respeto a las mismas palabras de la Escritura, la evidencia de las versiones en otras lenguas debe tomarse con mucha precaución.
Innegable como es, el primitivismo de ciertas versiones y de no pocos Padres, hace palidecer a los manuscritos. No poseemos copias actualmente del Nuevo Testamento tan antiguas como la versión Siríaca y las versiones latinas, con una diferencia probablemente de más de doscientos años, excepto fragmentos. Algo similar debemos decir de las versiones realizadas en las lenguas del Bajo y Alto Egipto, que podrían ser del siglo III.4 Es también razonable asumir que en ningún caso una versión antigua fue hecha a partir de un solo ejemplar griego; consecuentemente, las versiones gozaron tanto en su origen como en su aceptación, de más publicidad que la que necesariamente acompañó a cualquier copia individual. Y es innegable que en incontables ocasiones la evidencia de una traducción, a causa de la claridad de su testimonio, es tan satisfactoria como la de una auténtica copia del griego.
Pero quisiera recordar especialmente a mis lectores el precepto de oro de Bentley: “El texto real de los sagrados escritores no reposa ahora, teniendo en cuenta que los originales han estado tanto tiempo perdidos, en ningún manuscrito o edición, sino que está disperso en todos ellos”. Esta verdad, que era evidente para el poderoso intelecto de este gran erudito, constituye la raíz de toda critica textual sana. Confiar en el veredicto de dos, o cinco, o siete de los manuscritos más antiguos es plausible a primera vista, y es el refugio natural de los estudiantes que son o superficiales, o que quieren hacer su tarea tan fácil y simple como sea posible. Pero dejar de lado a los testigos inconvenientes es contrario a todos los principios de justicia y de ciencia. El problema es más complejo, y no ha de ser resuelto tan fácilmente. La evidencia de una calidad fuerte y variada no se puede descartar con seguridad, como si fuera sin valor.

Búsqueda de la lectura de los autógrafos; el mejor atestado, la lectura genuina; necesidad de pruebas o marcas de la veracidad; siete propuestas
Por lo tanto somos constreñidos a considerar el gran número de testimonios que se encuentran a nuestra disposición. Y debemos buscar, tanto justa como evidentemente, principios que nos guíen en el uso de dicho testimonio. Porque es la ausencia de una carta oceánica lo que ha conducido a algunas personas a dirigir su nave hacia una isla desierta, que bajo la apariencia de una mayor antigüedad pudo, a primera vista, presentar la engañosa apariencia de ser el único puerto seguro.
1 Todos estamos, espero, de acuerdo al menos en esto: que lo que siempre estamos buscando es el Texto de la Escritura tal como provino realmente de los escritores inspirados. Lo que proponemos como el último objeto de nuestra investigación nunca son, afirmo, “lecturas antiguas”. Deseamos precisamente la más antigua lectura de todas; en otras palabras, el Texto original, nada más ni nada menos que las mismas palabras de los mismísimos santos Evangelistas y Apóstoles.
Y, axiomático como es, requiere ser claramente establecido. Porque a veces, los críticos parecen estar absortos únicamente preocupados en establecer que las lecturas que defienden deben ser necesariamente muy antiguas. Ahora, ya que todas las lecturas deben ser necesariamente muy antiguas, encontrándose en documentos muy antiguos, no se ha conseguido probar que esas lecturas existieran en el siglo II de nuestra era, a menos que también pueda ser probado que hay asociadas otras circunstancias concurrentes a esas lecturas, que constituyen una correcta presunción, para que sean consideradas como la única redacción genuina del pasaje en cuestión. Las sagradas Escrituras no son un lugar para que los críticos ejerciten o desplieguen el ingenio.
2 Confío que posteriormente podamos establecer como un principio fundamental que entre dos modos posibles de leer el Texto, aquel que examinado demuestra ser el mejor atestiguado y autentificado -o sea, la lectura del cual se comprueba mediante investigación que está sustentada por la mejor evidencia- debe presuponerse como la lectura real, y por lo tanto ha de ser aceptada por todos los estudiosos.
3 Me aventuraré a hacer solamente un postulado más: Que hasta ahora no hemos conocido una sola autoridad que esté facultada para dictaminar de forma absoluta, lo qué debe ser y lo que no debe ser considerado como el Texto verdadero de la Escritura. No tenemos un testigo infalible, quiero decir, uno cuyo único dictado sea competente para resolver las controversias. El problema que se ha de investigar, a saber, qué evidencia ha de ser sostenida como “la mejor”, puede expresarse indudablemente de muchas maneras, pero supongo que no más correctamente que proponiendo la siguiente pregunta: ¿Se pueden ofrecer algunas reglas para que en caso de conflictivo de testimonios se pueda precisar con certeza qué autoridades se deben seguir? Los juicios están llenos de testigos que se contradicen entre ellos. ¿Cómo sabremos a quien hemos de creer? Aunque suene extraño, observamos que los testigos están comúnmente, de hecho casi invariablemente, divididos en dos bandos. ¿No podemos descubrir algunas reglas que nos permitan determinar de una forma creíble en que bando de los dos reside la verdad?
Procedo a ofrecer a la consideración de los lectores siete marcas de veracidad, que posteriormente explicaré. Finalmente requeriré a los lectores que reconozcan que allí donde esas siete marcas se den, podemos asumir confiadamente que la evidencia es digna de toda aceptación, y que ha de ser implícitamente seguida. Una lectura debería ser atestiguada entonces por estas siete:
Marcas de veracidad

1. Antigüedad, o Primitividad.
2. Consenso entre los testigos, o número.
3. Variedad de la evidencia, o universalidad.
4. Respetabilidad de los testigos, o peso.
5. Continuidad, o tradición ininterrumpida.
6. Evidencia del pasaje completo, o contexto.
7. Consideraciones internas, o razonabilidad.

La mera antigüedad de una autoridad no es suficiente; sin embargo la antigüedad es un principio muy importante
Una detallada consideración de esas marcas de veracidad la pospondremos para el próximo capítulo. Mientras tanto, tres consideraciones de un carácter más general requieren atención inmediata.
I La antigüedad, en y por sí misma, veremos que no avala nada. Una lectura ha de ser adoptada no por su antigüedad, sino por ser la mejor atestiguada, y por lo tanto la más antigua. Puede parecer una paradoja de mi parte, pero no lo es. He admitido, e insisto en ello, que la lectura más antigua de todas es lo que realmente buscamos; porque debe ser necesariamente la que procedió de la pluma del mismísimo escritor sagrado. Pero, por norma, se deben asumir cincuenta años, más o menos, entre la producción de los autógrafos inspirados y el más antiguo representante escrito de ellos existente actualmente. Y precisamente fue en aquella primera época que los hombres se mostraron menos cuidadosos o precisos en guardar el Depósito, y menos exactos críticamente en su modo de citarlos; al mismo tiempo el enemigo de la verdad se mostró más incansable, más perseverante procurando su corrupción. Aunque pueda sonar extraño –perturbador como este descubrimiento debe necesariamente comprobarse cuando es claramente percibido al principio-, los fragmentos y restos más antiguos (porque ellos no son más que eso al principio) que vienen a nuestras manos como citas del texto de las Escrituras del Nuevo Testamento, no son solamente decepcionantes por su inexactitud, su carácter fragmentario y su imprecisión; sino que, además, frecuentemente se demuestran descuidados. Procederé a dar un ejemplo de entre muchos: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?”. Así está tanto en Mateo 27:46, como en Marcos 15:34; pero debido a que en la última referencia Alef, B, la Antigua Latina, la Vulgata, y las versiones Bohaíricas, además de Eusebio, seguido por L, y unos pocos cursivos, cambian el orden de las últimas dos palabras, los editores recientes unánimemente hacen lo mismo. Cuentan también con autoridades más antiguas, para hacer eso: Justino Mártir (164 d.C.) y los Valentinianos (150 d.C.) están entre ellas. En lo que se refiere a antigüedad, la evidencia para la lectura es realmente muy fuerte.
Y aún así la evidencia por el otro lado, cuando es considerada, resulta que es abrumadora.5 Añádase el descubrimiento de que … es la lectura establecida por la familiar Septuaginta, y no vacilamos en retener el Texto comúnmente Recibido. Porque el secreto se desvela al reconocer que Alef y B seguramente seguían la Septuaginta que era tan apreciada por Orígenes. Una mayor discusión sobre éste punto es superflua.
Seguramente se me preguntará: ¿Debemos entonces entender que usted condena el cuerpo entero de antiguas autoridades como no confiables? ¿Y si hace eso, a qué otro grupo de autoridades recurrirá?
A lo que respondo: Lejos de considerar el cuerpo entero de autoridades antiguas como no confiables, yo insisto precisamente en que invariablemente hemos de apelar “al cuerpo entero de autoridades antiguas”, y que eventualmente debemos diferir. Las considero por lo tanto con más que reverencia: me someto a su decisión sin reservas. Indudablemente, rehuso considerar uno sólo de esos manuscritos más antiguos -ni siquiera dos o tres de ellos- como sentencia. ¿Por qué? Porque puedo demostrar que cada uno de ellos individualmente tiene un alto grado de corrupción, y está condenado por una evidencia más antigua que ellos. Condicionar mi fe en uno, dos o tres de esos excéntricos ejemplares, sería verdaderamente insinuar que el cuerpo entero de antiguas autoridades es indigno de crédito.
Es a la antigüedad, repito, a lo que apelo; y, es más, insisto que es preciso aceptar el veredicto de la antigüedad. Pero entonces, ya que por “Antigüedad” no quiero decir exactamente una autoridad antigua en singular, a pesar de su edad, con la exclusión de, y en preferencia a, todo el resto, sino que me refiero al cuerpo colectivo completo, “el cuerpo de antiguas autoridades”; propongo que sean precisamente estos los árbitros. Entonces, no me refiero al hablar de “Antigüedad” ni: (1) a la Peshitta siríaca, ni (2) a la Curetoniana siríaca, ni (3) a las versiones de la Antigua Latina, ni (4) a la Vulgata, ni (5) a las egipcias, ni (6) a ninguna otra de versión de la antigüedad, ni (7) a Orígenes, ni (8) a Eusebio, ni (9) a Crisóstomo, ni (10) a Cirilo, ni siquiera (11) a otro antiguo Padre cualquier por sí solo, ni (12) al Códice Alef, ni (13) al códice B, ni (14) al códice C, ni (15) el Códice D, ni (16) al códice a, ni, de hecho, (17) a ningún otro códice individual que ser pueda mencionar. Me sería más fácil confundir la catedral cercana con una o dos de las piedras que la componen. Por Antigüedad yo entiendo el cuerpo total de documentos que me traen la visión de la antigüedad, transportándome a la época primitiva, y familiarizándome, tanto como sea posible, con lo que fue su veredicto.
Y por simetría de razonamiento, declino por completo aceptar como decisivo el veredicto de dos o tres de éstos desafiando la autoridad precisada del todo, o de la mayoría restante.
En resumen, me niego a aceptar un fragmento de la antigüedad, arbitrariamente desgajado, en substitución de la masa completa de los antiguos testigos. Y además de ésta, también reconozco otras marcas de veracidad, como ya he afirmado; que probaré en el próximo capítulo.

“Diversas lecturas”, un expresión que confunde; la corrupción patente en B y A; cuatro pruebas de que su texto ha sido elaborado, y no el Tradicional; la equivocación de Scrivener al suponer que los textos verdaderos se deben buscar entre los unciales más antiguos; el constante desacuerdo entre uno y otro; auto empobrecimiento de algunos críticos
II El término “diversas lecturas” transmite una impresión totalmente incorrecta sobre las graves discrepancias que pueden encontrarse entre un pequeño grupo de documentos -de los cuales los códices B y Alef, del siglo IV, D, del VI, L, del VIII, son las muestras más conspicuas- y el Texto Tradicional del Nuevo Testamento. La expresión “diversas lecturas” pertenece a la literatura secular y se refiere a un fenómeno esencialmente diferente del que muestran las copias recién mencionadas. La expresión “diversas lecturas” no es tan satisfactoria para los códices sagrados como para los profanos. Uno no tiene más que examinar la obra Full and Exact Collation of about Twenty Greek Manuscripts of the Gospels, de Scrivener (1853), para convencerse del hecho. Pero cuando estudiamos el Nuevo Testamento a la luz de códices tales como B, Alef, D y L, nos encontramos en una región totalmente nueva de la experiencia, confrontados con fenómenos que además de únicos también son portentosos. El texto ha sufrido, aparentemente, una habitual, cuando no sistemática, depravación, y ha sido manipulado completamente de una manera salvaje. Han estado actuando influencias demostrables que dejan completamente perplejo el juicio. El resultado sencillamente es desastroso. Hay evidencias de una persistente mutilación, no solamente de palabras y cláusulas, sino incluso de oraciones completas. La substitución de una expresión por otra y la arbitraria transposición de palabras, son fenómenos que ocurren tan constantemente, que finalmente llega a ser evidente que lo que tenemos delante nuestro no es tanto una antigua copia, si no una antigua recensión del Texto Sagrado. Y, ciertamente, no es una recensión en el sentido usual de la palabra, como si fuese una revisión autoritativa, sino que le aplicamos sólo este nombre al producto de la inexactitud o del capricho individual o a la bárbara laboriosidad de uno o muchos, en un tiempo concreto o a través de muchos años. Hay razones para inferir que nos encontramos ante cinco muestras de lo que la piedad desviada de una época primitiva ha sido conocida por producir en profusión. De fraude, estrictamente hablando, puede haber habido poco o ninguno. Deberíamos evitar imputar un motivo maligno en donde otra materia sostendría una interpretación honorable. Pero, como veremos más tarde, esos códices muestran tantas licencias o descuidos como para sugerir la inferencia que ellos deben su preservación a que fueron desahuciados. Así, parece ser que su abandono en tiempos antiguos se debió a su mala reputación; y esto provocó que sobrevivieran hasta nuestros días, mucho después de que multitudes de manuscritos que fueron mucho mejores perecieran en el servicio al Maestro. Dejemos que los hombres piensen lo que quieran sobre este tema; lo que pueda probarse ser la historia de ese peculiar Texto, que encuentra sus principales exponentes en los códices B, Alef, D y L, en algunas copias de la Antigua Latina y en la versión Curetoniana, en Orígenes, y en menor medida en las traducciones Bohaírica y Sahídica, todos deben admitir como hecho comprobado que éste difiere esencialmente del Texto Tradicional, y que no es una mera variación suya.
¿Pero, porqué –se preguntará– no pueden ser el objeto genuino? ¿Porqué no puede ser el “Texto Tradicional” una elaboración?
1 El peso de la prueba está sobre nuestros oponentes. El consenso sin concierto de, supongamos, 990 de cada 1000 copias -de diferentes fechas que van desde el quinto V al XIV, y pertenecientes a todas las regiones de la antigua cristiandad-, es un hecho colosal que no puede ser obviado por grande que sea la ingeniosidad. La preferencia por dos manuscritos del siglo IV muy parecidos entre ellos, pero que permanecen separados en cada página, tan seriamente que es más fácil encontrar dos versículos consecutivos en los que difieran, que dos versículos consecutivos en los que concuerden del todo; tal que, aparte de no tener abundantes pruebas o ninguna claramente de que esté bien fundada, no se encuentra en condiciones para ser aceptada como concluyente.
2 Después: debido a que -aunque por conveniencia hemos hablado hasta ahora de los códices B, Alef, D y L, como presentando un solo texto- en realidad no es un texto sino fragmentos de muchos, que encontramos en el pequeño puñado de autoridades enumeradas arriba. Su testimonio no concuerda. El Texto Tradicional, al contrario, es inconfundiblemente uno.
3 Más aún, porque es extremadamente improbable, si no imposible, que el Texto Tradicional fuera o pudiera haberse derivado de documentos como B y Alef funcionando como arquetipos, mientras que la operación contraria es a la vez obvia y fácil. No es difícil producir un texto corto, mediante omisión de palabras, cláusulas o versículos, a partir de un texto más completo. Pero el texto más completo no se habría podido producir del más corto por ningún desarrollo que fuera posible en estas circunstancias.6 Las glosas se pueden justificar como cambios del arquetipo de B y Alef, pero al revés.7
4 Pero la razón principal es: porque, cuando apelamos sin reservas a la Antigüedad –a las versiones y a los Padres, así como a las copias-, el resultado es inequívoco. El Texto Tradicional se establece triunfalmente, mientras que las excentricidades de B, Alef, D y sus colegas llegan a ser todas, sin excepción, enfáticamente condenadas.
Todos estos son, mientras tanto, puntos respecto a los que ya se ha sido dicho algo, y más se habrá de decir a medida que desarrollemos el tema. Volviendo ahora al fenómeno indicado al comienzo, deseamos explicar que mientras que las “diversas lecturas”, propiamente llamadas así, es decir, las lecturas que están fuertemente atestiguadas -porque, de las “diversas lecturas” comúnmente citadas, más de diecinueve de cada veinte son solamente caprichos de escribas, y no pueden llamarse “lecturas” en absoluto-, no requieren ser clasificadas en grupos, como Griesbach y Hort las han clasificado. Las “lecturas corruptas”, si han de ser usadas inteligentemente, deben ser distribuidas por todos los medios bajo diferentes encabezados, como haremos en la segunda parte de esta obra.
III “No es nuestro plan en absoluto” -destacaba el Dr. Scrivener- “buscar nuestras lecturas de los últimos unciales, apoyados como están usualmente por la multitud de manuscritos cursivos; sino emplear su confesada evidencia secundaria en las innumerables instancias donde sus hermanos mayores están desesperadamente en desacuerdo”.8 Se evidencia claramente que, en opinión de este excelente escritor, la verdad de la Escritura ha de ser buscada en los unciales más antiguos, en primera instancia, y que solamente cuando ofrezcan un testimonio conflictivo podemos recurrir a la “confesada evidencia secundaria” de los últimos unciales, y que solamente así hemos de proceder para inquirir el testimonio de la gran masa de las copias cursivas. No es difícil prever cual sería el resultado de semejante método de actuación.
Me aventuro, a objetar, respetuosa pero firmemente, sobre el espíritu de las observaciones de mi erudito amigo en la presente y en otras muchas ocasiones similares. Su lenguaje está calculado para aprobar la creencia popular de que: (1) la autoridad de un códice uncial es, debido a que es un uncial, necesariamente mayor que la de un códice escrito en caracteres cursivos; una suposición que sostengo con pruebas que es sin fundamento. Entre el texto de los últimos unciales y el texto de las copias cursivas, no he podido detectar ninguna diferencia separadora; ciertamente tales diferencias no son como para inducirme a darle el visto bueno a los primeros. Más adelante mostraremos en este tratado, que es pura suposición garantizar, o inferir, que todas las copias cursivas descendieron de los unciales. Nuevos descubrimientos paleográficos han dictaminado que ese error esté fuera de duda.
Pero (2) especialmente objeto sobre por la noción popular, en la que lamento encontrar la importante aprobación del Dr. Scrivener, que el texto de la Escritura ha de buscarse en primer lugar en los unciales más antiguos. Me aventuro pues a mostrar mi asombro hacia el hecho que un hombre tan erudito y reflexivo no haya visto que antes de que ciertos “hermanos mayores” se erijan en tribunal supremo de justicia, alguna otra señal, además de la edad, debe presentarse a su favor. Por lo que no puedo, sino preguntar: ¿Cómo es que nadie se ha tomado el trabajo de establecer lo contradictorio de la siguiente proposición, a saber, que los códices B, Alef, C y D son los diversos depositarios de un texto elaborado y corrupto; y que B, Alef y D (porque C es un palimpsesto, puesto que tiene las obras de Efrén el sirio escritas sobre él como si no fuera útil) probablemente deben su preservación misma al hecho de que fueron reconocidos antiguamente como documentos no confiables? ¿Realmente la gente encuentra imposible entender la noción de que existieron copias rehusadas en los siglos IV, V, VI, y VII, así como en el VIII, IX, X y XI? Y ¿que los códices que llamamos B, Alef, C y D posiblemente, o probablemente, como yo sostengo, fueron de esa clase?9
Ahora, propongo que es un suficiente para condenar los códices B, Alef, C y D ante el tribunal supremo de judicial: (1) que se observa como regla general que son discordantes en sus juicios; (2) que cuando difieren entre ellos en general se puede demostrar mediante la apelación a la antigüedad que los dos principales jueces B y a dan un juicio equivocado; (3) que cuando difieren los dos anteriores entre ellos, el supremo juez B frecuentemente está errado; y, finalmente, (4) que sucede constantemente que los cuatro concuerdan y no obstante cada uno de los cuatro está equivocado.
Si alguien pregunta: ¿Por qué no se puede recurrir entonces en primera instancia a los códices B, Alef, A, C y D? Respondo: Porque la investigación está predispuesta a juzgar la cuestión, y seguramente desviará el juicio, reduciendo únicamente el asunto y haciendo que sea muy difícil alcanzar la verdad. Por esa razón, estoy inclinado a proponer el método de actuación precisamente opuesto, como el método más seguro y, a la vez, el más razonable. Cuando oigo decir que existe alguna duda respecto a la lectura de un lugar en concreto, en vez de buscar la cantidad de discordancia que existe entre los códices A, B, Alef, C y D sobre el tema (porque el caso es que habrá un enfrentado desacuerdo entre ellos), averiguo el veredicto que ofrece el cuerpo principal de las copias. Generalmente éste es inequívoco. Pero si (lo que raramente sucede) encuentro que es una cuestión dudosa, entonces ciertamente empiezo a examinar los testigos por separado. No obstante aún en ese caso esto me es de poca ayuda, o mejor, no me ayuda en nada encontrar, como comúnmente me ocurre, que A está de un lado y B del otro -excepto, dicho sea de paso, cuando Alef y B son encontrados juntos, o cuando D permanece aparte solamente con unos pocos aliados, la lectura inferior seguramente se encontrará allí también.
Supongamos no obstante (como sucede comúnmente) que no hay ninguna división seria entre copias -por supuesto, la importancia no se asocia con ningún grupo de copias excéntricas-, sino que hay una práctica unanimidad entre los cursivos y unciales tardíos. En este caso, no puedo ver que el veto pueda depender de tan inestables y discordantes autoridades, a lo sumo sólo pueden añadir mayor peso al voto ya pronunciado. Es como de cien a uno que el uncial o los unciales que están con el cuerpo principal de los cursivos sean correctos, ya que (como será mostrado) en su consenso ellos corporizan virtualmente la decisión de toda la Iglesia; y que los disidentes -sean pocos o muchos- están errados. Pero, pregunto: ¿Qué dicen las versiones?, y por último, aunque no por ello menos importante: ¿Qué dicen los Padres?
El error esencial del procedimiento que objeto se ilustra mejor apelando a hechos elementales. Solamente dos de los “cinco unciales antiguos” son documentos completos, B y Alef; y, dado que confesadamente ambos derivan de un mismo ejemplar único, no pueden considerarse como dos. El resto de los “unciales antiguos” son lamentablemente defectuosos. Del códice Alejandrino (A) se han perdido los primeros veinticuatro capítulos del Evangelio de Mateo, es decir, que el manuscrito carece de 870 versículos sobre 1071. El mismo códice carece de 126 versículos consecutivos del Evangelio de Juan. Así pues, la cuarta parte del contenido del códice A en los Evangelios se ha perdido.10 D está completo únicamente en lo que respecta a Lucas; faltan 119 versículos de Mateo, 5 versículos de Marcos y 166 versículos de Juan. Además, el códice C es defectuoso principalmente respecto a los Evangelios de Lucas y de Juan, ya que omite del primero 643 versículos sobre 1.151, y del último 513 sobre 880; o sea, mucho más de la mitad en cada caso. El códice C, de hecho, únicamente puede ser descrito como una colección de fragmentos, porque también le faltan 260 versículos de Mateo, y 116 de Marcos.
Las desastrosas consecuencias de todo esto para el crítico textual son evidentes. Únicamente le es posible comparar los “cinco antiguos unciales” juntos un versículo de cada tres. En ocasiones está limitado al testimonio de A, Alef y B; para muchas páginas juntas del Evangelio de Juan está limitado al testimonio de Alef, B y D. Ahora, cuando se considera la fatal y peculiar simpatía que subsiste hacia esos tres documentos, llega a ser evidente que el crítico tiene de hecho poco más que dos documentos ante él. Y ¿qué diremos cuando (como en Mateo 6: 20 a 7:4) está limitado al testimonio de dos códices, y estos son Alef y B? Evidentemente sucede que, mientras que el Autor de la Escritura ha provisto bondadosa y abundantemente a su Iglesia con (aproximadamente) más de 2.30011 copias de los Evangelios, por un acto voluntario de autoempobrecimiento, algunos críticos se restringen al testimonio de poco más de uno; y ese uno es un testigo a quien muchos jueces consideran indigno de confianza.

Notas:
1Existen, pero, alrededor de 200 manuscritos de la Ilíada y la Odisea de Homero, y alrededor de 150 de Virgilio. Pero en el caso de muchos libros las autoridades existentes son muy escasas. Así, por ejemplo, no hay más que treinta de Esquilo, y W. Dindorf dice que son copias de un ejemplar del siglo XI. Solamente unas pocas de Demóstenes, las más antiguas del siglo X o XI. Solamente una autoridad para los primeros seis libros de los Anales de Tácito (ver también la Introducción de Madvig). Solamente una para las Clementinas. Solamente una para la Didaché, etc. Ver el Companion to School Classics de Gow, Macmillan & Co. 1888.
2“He ayudado a mi amigo Scrivener en ampliar grandemente la lista de Scholz. De hecho, hemos elevado el número de ‘Evangelia’ [copias de los Evangelios] a 621. De ‘los Hechos y Epístolas Católicas’, a 239. De ‘Pablo’, a 281. De Apocalipsis, a 108. De los ‘Evangelistaria’ [copias de leccionarios de los Evangelios], a 299. Del libro llamado ‘Apóstolos’ [copias de leccionarios de los Hechos y las Epístolas], a 81. Haciendo un total de 1629. Pero al final de una prolongada y laboriosa correspondencia con los custodios de no pocas grandes bibliotecas continentales, puedo afirmar que nuestros ‘Evangelia’ ascienden al menos a 739. Nuestros ‘Hechos y Epístolas Católicas’, a 261. Nuestros “Pablo’, a 338. Nuestros ‘Apocalipsis’, a 122. Nuestros ‘Evangelistaria’, a 415. Nuestras copias de ‘Apóstolos’, a 128. Haciendo un total de 2003. Esto muestra un incremento de tres cientos setenta y cuatro” (Revisión Revised, p. 521). Pero desde la publicación de los Prolegomena del Dr. Gregory, y de la cuarta edición de Plain Introduction to the Criticism of the New Testament, luego de la muerte de John Burgon, la lista se ha incrementado considerablemente. En la cuarta edición de la Introduction (apéndice F) el número total bajo las seis categorías de ‘Evangelia’, ‘Hechos y Epístolas Católicas’, ‘Pablo’, ‘Apocalipsis’, ‘Evangelistaria’ y ‘Apóstolos’, alcanzan casi las 3.829, y se calcula que una vez se incorporen todas serán más de 4.000. Los manuscritos separados (algunos se han contado más de una vez en el cálculo anterior) ya son más de 3.000.
3Evan. 481 está fechado en el 835 d.C. ; Evan. S. está fechado en el 949 d.C.
4O, como algunos piensan, a finales del siglo II.
5A C S (F en Mateo) con otros catorce unciales, la mayoría de los cursivos, cuatro de la Antigua Latina, la gótica, Ireneo, etc.
6Ver volumen II.
7Todas estas cuestiones se entienden mejor mediante una ilustración. En Mateo 13:36, los discípulos dicen a nuestro Señor: “Decláranos (…) la parábola de la cizaña”. Todos los cursivos (y los unciales tardíos) concuerdan en esta lectura. ¿Por qué entonces Lachmann y Tregelles (no Tischendorf) exiben diasa/fhson? Solamente porque ellos encontraron … en B. De haber sabido que la primera lectura del códice a exhibía también esa lectura, habrían estado más confiados que nunca. ¿Pero que pretexto puede haber para asumir que la lectura Tradicional de todas las copias no es confiable aquí? La alegato de la antigüedad no puede argüirse, porque Orígenes lee Fra/son cuatro veces. Las versiones no nos ayudan. ¿Qué otra cosa es diasa/fhson sino clara glosa? … (elucida) explica Fra/son, pero Fra/son (di) no explica diasa/fhson.
8Edición de Miller de Plain Introduction to the Criticism of the New Testament, de Scrivener,, vol. I, p. 277.
9Es de destacar que la suma de la evidencia de Eusebio está en contra de los unciales. No obstante, lo más probable parece ser que tuvo B y a ejecutado del … o copias “críticas” de Orígenes. Ver más adelante, capítulo IX.
10o sea, 996 versículos sobre 3.780
11Scrivener, F. A. H. A Plain Introduction to the Criticism of the New Testament (4ª edición de Miller), vol. I, apéndice F, 1326+73+980 = 2379.

No hay comentarios: